La pregunta acerca de ¿quién es Jesús? Se la han hecho
millones de hombres a lo largo de dos mil años, en las más variadas situaciones
y en los más diferentes lugares. Esta cuestión está clavada en el corazón de la
historia humana. A esta pregunta se han dado las más diversas respuestas: fue
un gran profeta, un genio religioso, un maestro moral, un líder revolucionario,
un curandero o un taumaturgo, un idealista romántico, un ser para los demás...
un superhombre y un supermístico. Y
podemos encontrar tantas respuestas como hombres. Y, lamentablemente, muchas de
ellas parciales o erróneas, porque no abarcan la totalidad de la figura de
Jesús, recortan a Cristo a la medida humana y pierden la anchura, la longitud y
la profundidad de Cristo “que supera todo conocimiento humano”, según San
Pablo.
¿Qué pretendió y que vino a hacer en definitiva Jesucristo? Si
quisiéramos dar una respuesta desde la cual pudiéramos comprender a Jesucristo
y su mensaje podríamos decir: Jesucristo pretende ser en su propia persona la
respuesta de Dios a la condición humana. Solamente encontrándose con la verdad
de Cristo, el hombre encuentra su propia verdad de Hijo de Dios y alcanza la
plenitud de su dignidad, “dignidad que todo hombre ha alcanzado y puede
alcanzar continuamente en Cristo, que es la dignidad de la gracia de adopción
divina y también dignidad de la verdad interior de la humanidad” (El redentor
del hombre 11).
Cristo no comenzó predicándose a sí mismo, ni se anunció como
Hijo de Dios, Mesías o Dios. Los títulos que los evangelios atribuyen a Jesús
son, en su inmensa mayoría, expresiones de la fe da la comunidad primitiva.
Para ellos la
Resurrección de Jesús constituye el gran cambio y ahora
comprenden profundamente quién era Jesús y lo que Jesús significaba para toda
la historia de la salvación. Desde esa perspectiva le atribuyeron títulos de
excepción, como el de “el Santo” y “el justo”, o “el Siervo de Dios”, “Hijo de
Dios”, “Mesías” y por último, el titulo de Dios mismo. Lo que estaba latente e
implícito en las palabras, signos y actitudes del Jesús que anduvo por Galilea,
Nazaret, etc., quedó después de la Resurrección , patente y explícito. Los títulos
que la fe le atribuyó expresan con toda exactitud quién fue Jesús desde su
nacimiento hasta la cruz: el esperado de las naciones, el Salvador del mundo,
el Hijo de Dios, el mismo Dios hecho hombre.
Jesús se reconoce a sí mismo hombre, y como tal se manifiesta:
participa de un hogar y de una oscura población de oriente, obedece a sus
padres, aprende, trabaja, habla, escucha, dialoga, sufre hambre, sed, se
fatiga, duerme, llora, experimenta el dolor y la alegría, siente miedo.
Jesús se percibe a sí mismo Hijo de Dios, tan Dios como su
Padre: enseña con autoridad; se reconoce como preexistente; habla a Dios de un
modo singular: lo llama Padre de un modo único; hace milagros; perdona los
pecados; se coloca por encima de la
Ley y los profetas.
La encarnación de Dios no significa simplemente que Dios se
hizo hombre. Quiere decir mucho más. Quiere decir que Dios tomó realmente parte
en nuestra condición humana y asumió nuestros más profundos anhelos. Que
utilizó nuestro propio lenguaje. Que mostró con signos y comportamientos
típicos ese nuevo orden que significa el Reino de Dios que ya no es una utopía
humana imposible, “porque ninguna cosa es imposible para Dios”. El Reino es ya
una realidad incipiente dentro de nuestro mundo.